«El crimen de El Escorial»: leyendas e incógnitas alrededor del salvaje asesinato del niño Pedrín
“El 10 de febrero de 1893 fue hallado en este sitio el cadáver del desgraciado niño Pedrín Bravo y Bravo, víctima de brutal salvajísimo”. Esta es la inscripción que se puede leer en una cruz de granito situada en las faldas del Monte Abantos, recordando el crimen que sacudió a la población de San Lorenzo de El Escorial a finales del siglo XIX, con una enorme repercusión en la prensa de la época.
La Navidad de 1892
Fue el 25 de diciembre de 1892 cuando Pedrín, un niño de poco más de 3 años -aunque la tradición oral ha hecho que se extienda la versión de que tenía 8 y era monaguillo-, desapareció sin dejar rastro, después de acudir con su familia a la misa de Navidad en el Monasterio. Inmediatamente se organizaron infructuosas batidas por el monte, coincidiendo con unos días de intensas nevadas en San Lorenzo. Semanas después, el titular del Juzgado de San Lorenzo, Restituto Estirado, redactó un anuncio de búsqueda que se publicó en «La Gaceta de Madrid».
Pasaron semanas sin noticias del pequeño, hasta que el 10 de febrero de 1893 unos cazadores -hay fuentes que indican que fueron guardias forestales- encontraron su cadáver en las inmediaciones del risco del Portacho, no muy lejos de la presa del Romeral. El cuerpo del niño apareció, ya en estado de putrefacción, mutilado, con el torso completamente abierto y signos evidentes de haber sido estrangulado, además de que los resultados de la autopsia confirmaron luego que fue violado en repetidas ocasiones, en lo que el forense calificó como «anormalidades monstruosas». Al parecer, el asesinato se habría producido entre 12 y 15 días atrás, siendo trasladado posteriormente a la zona donde se produjo el macabro hallazgo. Un asesinato atroz que se dio a conocer como “El crimen de El Escorial”.
El Chato de El Escorial
Pocos días después resultaba detenido Julián García Jorge, de 23 años, conocido en el pueblo como “El Chato”; un hombre “alto, corpulento y de feísima catadura”, según lo definían en la revista Blanco y Negro. Vivía junto a sus tres hermanas en el barrio de las Casillas y ya había sido acusado anteriormente de otros delitos, entre ellos el intento de violación de una joven.
La pista determinante que llevó hasta él fue un pañuelo con las iniciales J.G. que se encontró cerca del cuerpo sin vida de Pedrín, además de que en el posterior registro de la casa los investigadores hallaron piñones -al igual que en el abrigo que llevaba el niño- y esterillas con cabellos rubios que determinaron que pertenecían al pequeño, aunque un forense de la Escuela de Montes apuntó también que podrían ser de un gato.
Sin embargo, llama la atención que no fuese condenado a muerte -cuentan que se salvó por loco («inteligencia anublada por los espasmos de la epilepsia», relataban en El Heraldo de Madrid, mientras otros periódicos hablaban de «idiotismo» y, años más tarde, en Mundo Gráfico se llegaría a decir que cometió el crimen «en la aberración de los sentidos»)-, al contrario que su cuñado Crisanto, aunque finalmente éste se librase de la pena capital al ser conmutada por cadena perpetua.
Sea como fuere, El Chato fue sentenciado a una pena de 40 años de cárcel por asesinato, secuestro y violación. «Mientras se dicta sentencia, los procesados [entre ellos también sus hermanas y el mencionado Crisanto, que cambió varias veces su testimonio durante el juicio] muestran mucha alegría, lo cual es prueba evidente de su culpabilidad, pues de ser inocentes habría de parecerles la pena terrible y dura», relataba el corresponsal de El Imparcial.
Con todo, de esos 40 años de prisión únicamente llegó a cumplir 23, siendo indultado tras quedarse ciego. Pasó sus últimos días pidiendo limosna por las calles del centro de Madrid, como San Bernardo, la Flor Baja y especialmente a las puertas de la antigua iglesia de San Luis Obispo, en la calle Montera, en donde le encontró en varias ocasiones el periodista y escritor Emilio Carrère (en cuyos textos el niño Pedrín tenía 5 años).
Mirar sin ver
“El Chato es alto, flaco y recio, tostado como un haz de sarmientos. Sus manos enormes son las zarpas faunescas que atarazaron la mancillada carne del niño Pedrín. La nariz se aplasta sobre el rostro terrizo, donde bajo unas cejas terribles hay unos ojos muertos. Porque el Chato del El Escorial se ha quedado ciego en el presidio. Este dolor tremendo de la eterna sombra estremece como la evidencia de una justicia misteriosa. Estos ojos muertos son negros y fulgurantes; miran sin ver, de un modo zurdo y feroz. Su voz áspera suplica la caridad del viandante y su mano presenta un platillo de latón. La gente pasa indiferente junto a este trágico perfil; nadie le conoce ya; el crimen horroroso está olvidado. Ahora es un pobre mendigo ciego, un terrible fantasma expiatorio, la sombra que vuelve del fondo espantable de aquella pesadilla de sangre y lujuria”, escribía el autor de obras como “Aventuras extraordinarias de Garcín de Tudela”, “El sacrificio” o “La torre de los siete jorobados”, novela que es uno de los grandes clásicos de la literatura fantástica en España.
El propio Carrère aseguraba que, cuando le recordaban el repugnante crimen, El Chato -fallecido en 1936 a los 67 años- respondía esquivo que no había sido él: “Cuando me lo entregaron ya estaba muerto”, señalaba en referencia al niño. Y después, como poseído, gritaba: “Los frailes, ¡fueron los frailes!”.
Ahí es cuando entra en escena otra de las versiones que circularon en aquellos años: que en realidad el pequeño fue víctima de uno de los monjes del Monasterio, siendo trasladado al monte a posteriori y buscando un chivo expiatorio en un delincuente común como El Chato. Esta hipótesis fue especialmente alimentada por algunas publicaciones republicanas de la época, de marcado carácter anticlerical. Lo que sí parece cierto es que Pedrín apareció desangrado, en un contexto en el que determinados curanderos mantenían que la sangre de una persona sana podía utilizarse para tratar enfermedades como la tuberculosis.
Palabras de loco… ¿o de cuerdo?
«El pueblo de El Escorial cree que no fue el Chato […] Al fondo, acostado en la falda verdinegra y austera del monte, está un soberbio monasterio […] Dentro, por largos claustros, en cuyos muros hay frescos maravillosos, circula una procesión de negros ensotanados. Leed el pensamiento de alguna de esas sombras. Tal vez monstruosas e inconfesables lascivias se retuerzan como larvas hediondas. Bajo los hábitos severos hierve la gusanera de la carne, que, falta de fuego místico, y en una vida absurda de sociedad unisexual, aúlla por las noches como un lobo hambriento […] El niño Pedrín estuvo secuestrado varios días… hasta que apareció muerto en el monte. La alucinación se ha borrado de vuestros ojos. Olvidad lo que habéis supuesto, tan terrible y tan abominable. El espíritu del pueblo de El Escorial cree aún en la verdad de esa alucinación. El Chato no acusó a nadie durante el proceso. Cuando el aspecto del patíbulo se alzó ante sus ojos, que aún veían, y ante su agreste juventud, fulminó acusaciones terribles que se creyeron palabras de un loco. Hubiera sido un tremendo escándalo que fuesen palabras de cuerdo. “El Chato” se salvaba del garrote por loco, porque estaba atarazado por el espantoso mal de la epilepsia», especuló Carrère sobre el crimen de El Escorial y aquellos rumores que indirectamente -o no tanto- apuntaban a los frailes.
La sangre de Pedrín
Fue precisamente un agustino, el padre Carlos Vicuña, quien también hizo referencia al caso del niño Pedrín en sus imprescindibles «Anécdotas de El Escorial» (1975), ajustándose a la versión oficial y con el añadido de la sangre sanadora como supuesto móvil del crimen: «Eran los tiempos en que la tuberculosis se consideraba enfermedad terrible e incurable; existía la superstición de que no había más curación que la de beber sangre de un niño. El asesino Julián raptó al niño y tras succionar y dar a beber su sangre lo abandonó en un paraje solitario del monte. Fue raptado un domingo cuando salió de la basílica e iba a su casa dando la vuelta por delante de la Universidad y atravesando el Romeral, donde cayó en manos del Chato».
«Perpetrado el horrible crimen, el cadáver fue llevado a aquel apartado lugar al pie de un despeñadero y colocado entre unas jaras. En el lugar del hallazgo se levantó por suscripción popular una cruz sencilla de granito», proseguía, para sentenciar que la de Pedrín era la más conmovedora de las cruces de El Escorial.
La sombra de Abantos
La última de las versiones es la que pertenece al terreno de lo fantástico: aquella que cuenta que los cazadores encontraron cerca del niño una sombra negra que habría querido raptarle, acabando con su vida en la ladera de Abantos. «El diablo en persona se había abalanzado sobre Pedrín para llevárselo con él. Esa era su venganza por construir un templo dedicado a Dios sobre una de las puertas del infierno…», escribía Ángel Luis Pinedo Moraleda («Siete historias que escondí en la chimenea», 2017) acerca de las fábulas que pronto empezaron a correr por San Lorenzo. Pero lo sobrenatural, añadía, no siempre es la explicación a lo desconocido.
Leyenda y realidad
Durante décadas, la historia convivió con la leyenda, de la que se hicieron eco programas de misterio como “Cuarto Milenio”, dirigido por Iker Jiménez, en donde llegaron a hablar de personas que decían haber visto en la zona a un ser extraño, de unos dos metros de altura, corpulento y con ojos muy negros, mientras otras aseguraban que incluso habían escuchado risas de un niño en los alrededores de la cruz. De manera más terrenal, peluches o juguetes aparecen de cuando en cuando, recordando el trágico desenlace del hijo de Eugenio y Gumersinda.
Casi 130 años después, el crimen continúa rodeado de incógnitas, convirtiéndose en uno de los relatos más recurrentes a la hora de hablar de historias de terror en la Sierra de Guadarrama. Un terrible suceso que Julio Ignacio Ruiz noveló en «Crimen en El Escorial» (2013) y que también inspiró el cortometraje documental dirigido en 2012 por Carlos García Miranda -guionista de series como “El internado” o “Los protegidos”-, en el que se reconstruían los hechos a partir de distintos testimonios para enfrentar leyenda y realidad con un estilo que recuerda al de la película de culto “El proyecto de la bruja de Blair”.
Enrique Peñas