«Alberto Descorial (octubre, cada vez más indudable)».- Artículo de opinión de Félix Alonso
Conocí a Alberto Descorial hace más de treinta años, aunque su verdadero nombre era Alberto Martínez Sánchez. Por unos compañeros socialistas de Los Molinos me he enterado de su reciente fallecimiento, y me pongo enseguida a recordarle. Alberto era un funcionario cualificado de la Comunidad de Madrid, a él se deben los manuales básicos de Administración Local que el PSOE editó y que se repartían a los concejales que tenían que desempeñar su función en los ayuntamientos.
Sus antepasados fueron los impulsores de la “Escuela de Montes” y sobre todo de la creación del parque de Terreros. La firma de sus poemarios con el nombre «Descorial» sería suficiente para resaltar su amor por el pueblo, pero es que además fue concejal socialista y secretario del Ayuntamiento. Le produjo dolor la actitud de algunos correligionarios de la época. Puso por encima la libertad a la obediencia doctrinaria. Hoy sigue siendo desgraciadamente un camino muy seductor para algunos seres humanos agarrarse a los dogmas, la disciplina, el patriotismo, las sectas, las religiones o la magia. La libertad por encima de todo, solía decirme.
Hablando con el poeta Juan Torres, al que conocí en avatares políticos que no vienen al caso, coincidimos en el conocimiento de Alberto. Éste le dedicó en el periódico «Vox Populi» un artículo titulado “Instrucciones para escribir un soneto”, del que no me resisto a transcribir unos pasajes:
“Era un hombre amojamado y pelón. Se movía sigilosamente por los pasillos de la consejería, donde se le tenía en alto aprecio, y no se inmiscuía en asuntos ajenos a sus competencias más estrictas, que se limitaban, me parece, a redactar sesudos informes recomendando medidas que luego nadie se encargaba de adoptar.
Todos los días buscábamos un hueco para encerrarnos en su despacho. Nadie le dio al asunto otro pábulo que el que tenía: dos poetas, ya se sabe. Yo era entonces un joven airado, adscrito a la iglesia de la poesía de la experiencia, ávido de trasladar al papel la vida misma de cada día con el lenguaje que cada día nos da la vida misma.
Luis García Montero, ya saben. Y, por supuesto, Javier Salvago, cuyo entrañable prosaísmo tanto me marcó. Menos fieros de lo que nosotros mismos nos pintábamos, los poetas de la experiencia andábamos por la vida con mucha indolencia y escasísimo rigor. Como de vuelta de todo pero sin haber ido a ningún sitio.
Así que Alberto me explicó que había que empezar por el principio. Su poesía no contenía vanguardismos formales, ni mucho menos conceptuales. Bebía de las fuentes más clásicas de nuestra lírica y era muy dado a enfrascarse en la naturaleza y el paisaje para no tener que adentrarse en mayores enredos existenciales.
Alberto Descorial no escribía poesía para inmortalizarse sino para sobrellevar la mortalidad con elegancia. El soneto era para él como el perpetuo aprendizaje. Un continuo adentrarse en la búsqueda de la exactitud expresiva y de la precisión rítmica. Un empeñarse en llevar al límite la elaboración del lenguaje poético impecable.
Me animaba, pero se mostraba implacable: “No te obsesiones con los temas, no emborrones un buen poema a base de toscas emociones. Para trabajar la técnica, busca temas que no te impliquen, cosas sin importancia”. Así fue como me enseñó su Soneto a las pinzas de la ropa, del que por desgracia solo conservo el recuerdo de su primer espléndido verso: Bisnietas pobres del vetusto pino.
Termina Juan diciendo que «no todo eran sonetos. Había mucha estancia, largas ristras de heptasílabos y endecasílabos combinados, recuperando el tono y el sentir del mejor Garcilaso puesto al día. Pero era en los sonetos en los que su maestría se mostraba esplendorosa, donde mejor fructificaban sus largas horas de encierro depurando las aristas de la inspiración».
Me encantó el artículo, que se puede leer entero en este enlace, y se lo llevé a su casa de Los Molinos. Una mañana entera de “charleta”, al final me dio dos libros que siempre he tenido ganas de editar: uno la «Autobiografía por fray Juan de la Cruz». Haciéndose pasar por el poeta, comienza diciendo: “Escribo la verdad de mi vida y mi pensamiento, aquí en la Peñuela, a mis cincuenta años de edad… Me propongo con ello mostrar que soy inocente de las imputaciones que me han llevado al destierro y a la pérdida de todos los oficios…”.
Me regaló las “cincuenta levitaciones del anciano Newton” y 300 hojas mecanografiadas con el título: “La existencia sin modo”, un libro metafísico sobre la “civilización de la cucaña” que era su especialidad, y encontré en mi librería el libro titulado “Es indudable otoño en sus señales”.
Hacía una poesía reposada y atemporal, previsible y acogedora, emotiva en su propia contención. Había mucho Garcilaso, sí, en sus versos, pero también mucho de mística en sus escritos. Aunque ahora prive lo crematístico a lo místico en los plenos del municipio, les pido a los concejales que hagan un hueco para un reconocimiento. Fue un gurriato importante, un socialista ejemplar, el pueblo merece su recuerdo.
Es indudable otoño en sus señales / de glaucas tenues luces vespertinas / desgritadas de voz y de tinieblas / que divinizan a los robledales/
Seria como el fulgor de los puñales / la tarde reverbera en las encinas / Borroso el bosque,enteras las ruinas / donde asientan las dalias sus reales / Una dulce tristeza de la herida / que la playa recibe por el sable / de la ola llegando ya vencida / deshojada de modo insoslayable / en cada embate dando algo de vida / Octubre, cada vez más indudable.