Las esferas de la Biblioteca del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial: instrumentos científicos entre códices e incunables

Es lunes 19 de febrero y en el Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial domina una quietud que poco tiene que ver con el resto de la semana, cuando el ir y venir de turistas es constante para recorrer las diferentes estancias de la gran obra que mandó construir Felipe II, que este año celebra su 40 aniversario como Patrimonio de la Humanidad. Apenas llega un eco amortiguado de los niños del colegio Alfonso XII, que acaban de salir a su privilegiado patio de recreo.

Teresa Martín y Rubén Sánchez, ante una de las esferas de la Biblioteca del Monasterio en las que han trabajado las últimas semanas / Fotografía: E. P.
Teresa Martín y Rubén Sánchez, ante una de las esferas de la Biblioteca del Monasterio en las que han trabajado las últimas semanas / E. P.

Mientras tanto, ajenos a todo, Teresa Martín González y Rubén Sánchez Romero prosiguen su jornada en la Biblioteca. «Tener esta oficina es un privilegio», comentan. Allí, bajo los frescos del Trivium y el Quadrivium (las siete artes liberales: Gramática, Retórica y Dialéctica, por un lado; Aritmética, Música, Geometría y Astrología, por otra), trabajan con la única compañía de unos potentes focos que iluminan dos de las esferas (una terrestre y otra celeste) que están situadas en el centro de la Laurentina, entre ejemplares únicos como las Cantigas de Santa María, la Vida de Santa Teresa de Jesús, el Apocalipsis o el Códice Áureo.

Ambos pertenecen al taller de libros y documentos de Patrimonio Nacional, aunque su labor en esta ocasión no tenga que ver con alguno de los 40.000 volúmenes y 600 incunables que forman parte del extraordinario fondo que se conserva en el Monasterio. En todo caso, sí con el papel, dado que éste es uno de los materiales empleados en las mencionadas esferas (además de latón, madera y yeso), de las que en realidad no se sabe demasiado: la celeste se atribuye al astrónomo danés Tycho Brahe y al cartógrafo holandés William Blaeu, y está datada entre 1645 y 1648; en ella están representadas las constelaciones, con dibujos de animales y personajes, y los signos del zodiaco, prueba inequívoca de la importancia que se concedía a la astrología, que se refleja igualmente en las pinturas del Quadrivium, obra de Pellegrino Tibaldi.

En cuanto a la terrestre, tiene unas dimensiones muy parecidas (108 centímetros de alto por 91 de diámetro), y es también del segundo tercio del siglo XVII (aquella época en la que en el Imperio nunca se ponía el sol), aunque se desconoce su fecha exacta. Se realizó empleando técnicas de grabado, coloreado y torneado y, como la anterior, cuenta con un anillo meridional o del horizonte donde, además del zodiaco, se representan los meses del año. Sorprende el detalle de la cartografía, no sólo en la parte correspondiente a Europa, sino en la del “Nuevo Mundo”: el Golfo de México, La Florida, Terranova y Labrador, California…

Intervención, no restauración

“Estamos realizando una intervención, que no restauración”, aclara Teresa Martín, dado que ese trabajo más profundo se hizo hace treinta años, reparando unos globos que entonces sí sufrían importantes daños. Ahora, su labor se centra en arreglar pequeños desperfectos originados por el paso del tiempo y por las propias características de los materiales: pérdidas de pigmento, faltas de papel, desconchones, ligeras elevaciones o huellas de anteriores restauraciones. “La mayor dificultad es compatibilizar la intervención actual con la anterior; no queremos desmontar la pieza porque podría ser contraproducente”, comenta.

Para ello, como en cualquier trabajo de este tipo, la principal premisa está clara: “Ser lo menos invasivo posible”. Despliegan su kit de herramientas (pinzas, pinceles, papel japonés, adhesivo, jeringuillas o plegadores de teflón) y desarrollan su minuciosa labor en riguroso silencio: “Aquí te olvidas de todo; el tiempo pasa sin que te des cuenta”, apunta Teresa, enfundada en una bata blanca, la última de las capas que lleva para combatir el frío que se deja sentir en la Biblioteca a pesar de la anticipada primavera de febrero.

Éste será el último lunes de trabajo, después de varias sesiones intensivas aprovechando el día en el que el monumento permanece cerrado al público. “Lo primero que llega al taller es la incidencia; a partir de ahí, consultamos la documentación fotográfica que existe y los informes sobre intervenciones que se hayan podido realizar con anterioridad, de modo que en la mayoría de los casos ya vamos con la metodología preparada”, continúa Teresa Martín, que forma parte de este taller de libros y documentos desde hace más de treinta años. Su compañero, Rubén Sánchez, explica que en su labor hay dos claves: la primera es «la discernibilidad, que significa que se debe poder diferenciar lo que es original de lo que no, porque en ningún caso se trata de falsificar; podríamos hacerlo prácticamente igual, pero esa no es la idea». Y la segunda pasa por la reversibilidad, “para poder volver sobre esa intervención”.

Teresa Martín y Rubén Sánchez, restauradores de Patrimonio Nacional, intervienen en dos globos terráqueos del siglo XVII que dan muestra del carácter humanista de la Laurentina más allá de los libros

Precisión y sensibilidad

Entre explicación y explicación prosiguen con esta suerte de artesanía ejecutada con precisión quirúrgica y una sensibilidad muy especial para el color y la luz: un injerto de papel, una reintegración cromática con tinta plana (ocres y marrones dominan en las esferas), un leve toque de pincel, una inyección de adhesivo diluido… Todo con el objetivo de que la intervención sea absolutamente respetuosa y de que, en último término, su trabajo pase paradójicamente desapercibido: “Que no se note nada”.

Pasado un buen rato acude también el padre agustino José Luis del Valle, director de la Biblioteca del Real Monasterio desde hace treinta años, que se disculpa en repetidas ocasiones por la escasa información existente sobre las esferas. Sobre su presencia en este espacio, señala que “se trataba no sólo de tener un gran depósito de libros, sino también instrumentos que les pudieran permitir estudiar esos ejemplares, que en este caso son principalmente los situados en la estantería 15, que tienen que ver con mapas y geografía. De aquellos instrumentos científicos en realidad han quedado muy pocas cosas [como consecuencia de los incendios de 1671 y 1872, pero también del saqueo napoleónico], prácticamente sólo estos globos y la conocida esfera armilar [realizada en 1582 por Antonio Santucci, representando el sistema de Ptolomeo, con la Tierra en el centro del Universo], que lleva aquí desde 1598, cuando se inauguró la Biblioteca”.

“Me vais a suspender, porque sabemos apenas cuatro cosas de estas esferas; podría preguntar a la conservadora, pero les aseguro que sabe tanto como yo”, concluye con humildad el padre José Luis del Valle, que se detiene luego, quizá para compensar la falta de datos sobre las piezas en las que Teresa y Rubén continúan trabajando, en la historia de la Laurentina, ejemplo del carácter humanista del propio Felipe II, que hizo de esta Biblioteca uno de los espacios centrales del Monasterio.

Enrique Peñas

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