«No existe en El Escorial ninguna boca del infierno, pero sí la intención de controlar al maligno en sentido espiritual»

 

¿Tapó el Monasterio la entrada al infierno? ¿Su planta trata de reproducir una parrilla? ¿Por qué eligió Felipe II este emplazamiento? ¿Qué hay de cierto en la leyenda del perro negro? A estas y otras preguntas trató de responder el periodista y escritor Juan Ignacio Cuesta Millán en la conferencia celebrada en la tarde del viernes en la Casa de Cultura de San Lorenzo, en el marco de la primera edición de “EscoLibro”.

El autor de “La boca del infierno: claves ocultas de El Escorial” (Aguilar, 2006), libro actualmente descatalogado (aunque avanzó que está trabajando en una importante revisión que publicará la editorial Planeta, cuyo título podría ser “Felipe II, el rey alquimista”), empezó por situar en su contexto el conjunto monumental escurialense, señalando en primer lugar que Felipe II fue, sobre todo, “un excelente tecnócrata”, para abordar después las “leyendas que estuvieron en la gestación de este maravilloso edificio” -cuyas obras supusieron un desembolso de 9 millones de ducados de la época- y terminar despidiéndose con el “Ave María” de Tomás Luis de Victoria.

 

Los antecedentes

Felipe II, recordó Cuesta Millán, “pasó muchas veces en su adolescencia por el monasterio de los jerónimos en Guisando, empapándose por el espíritu asceta de la orden”. Incluso, apuntó el escritor, el rey “hizo sus pinitos como ermitaño”. “No es extraño que fuese protector de otros místicos de la época, entre ellos Santa Teresa de Jesús”, subrayó.

De repente, explicó, Felipe II “se encontró con la abdicación de su padre en Yuste, poniéndose al frente de un imperio en el que no se pondría el sol”. En este punto, Cuesta Millán quiso rebatir también la idea de un “genocidio indígena” tras el descubrimiento de América. “La mayor parte de las muertes se produjeron por gripe y sífilis, pero no se masacró a la población como algunos dicen. Portugueses, holandeses o ingleses sí que no se andaron con chiquitas”, apuntó, para añadir que esto forma parte de la “leyenda negra que fabricó Guillermo de Orange, quien incluso llamaba a Felipe II demonio del mediodía”.

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San Quintín y San Lorenzo

La victoria en la Batalla de San Quintín, el 10 de agosto de 1557, día de San Lorenzo, inspiró al rey para la construcción de un Monasterio en honor al santo de la parrilla, aunque también fueron decisivos otros elementos. En cualquier caso, Cuesta Millán aprovechó para poner en cuarentena la imagen del martirio de San Lorenzo tal como ha llegado hasta hoy. “La sospecha es que en realidad murió degollado junto a otros siete diáconos en Jerusalen, pero San Anselmo y el poeta Prudencio consideraron que la imagen de la parrilla era más épica”. Por otra parte, lo que parece no admitir dudas es la relación del fuego con el Monasterio: en el primer escudo aparece una parrilla con llamas en la parte inferior y la leyenda ‘yo resistí al fuego’. “El fuego es un elemento de purificación y transmutación, no sólo en relación con el edificio, sino a nivel espiritual”, señaló.

El emplazamiento del Monasterio

Entre los primeros lugares que se contemplaron para su construcción estaba la zona de Ontígola, así como Aranjuez, aunque ambos fueron descartados pronto dado que eran muy calurosos y, debido a la humedad, la presencia de mosquitos era muy importante en verano. Se llegó a pensar también en el Real de Manzanares, e incluso en La Granjilla (donde luego se decidió hacer un Palacio de recreo, hoy en manos privadas), para finalmente decantarse por el lugar que conocemos, “en el circo formado por Abantos, Malagón y las Machotas”. Un elemento que tuvo notable importancia en la decisión del rey es el de la caza, muy abundante en la zona. “También eligió este lugar por la cercanía a Madrid, la riqueza de las aguas y la pureza del aire, así como por la existencia de muchos ermitaños”, señaló el escritor. De aquí pasó a hablar de La Herrería y un conocido “elemento distorsionador”: la Silla de Felipe II. “Parece claro que el rey nunca estuvo en ese lugar, porque desde allí no podían vigilar las obras. Más bien lo haría desde la Horizontal”.

Del mismo modo, Cuesta Millán hizo referencia al Canto de Castrejón (una estructura de piedra con dos escaleras y lo que podría ser un altar vetón, por lo que sería considerado una zona sagrada) y al antiguo poblado de La Ferrería de Fuentelámparas (de cuyas escorias, resultado del trabajo con el hierro, derivaría el nombre de ‘Escorial’). “Allí se hacían ritos que no se conocen bien, alrededor de la fuente de la Reina; y no conviene olvidar que los herreros eran considerados siervos del diablo, eran un pueblo maldito”, indicó el escritor, de manera que estas circunstancias contribuyeron a alimentar la leyenda de la boca del infierno, que encontró un nuevo argumento en la tremenda tormenta que coincidió con el día en que llegó la comisión de expertos designada por el rey para elegir el punto concreto donde se levantaría el Monasterio. Sin embargo, concluyó Cuesta Millán, “no existe en El Escorial ninguna boca del infierno, pero sí la intención de controlar al maligno en sentido espiritual”.

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El Escorial y el Templo de Salomón

El arquitecto elegido por el rey fue Juan Bautista de Toledo, uno de los subalternos de Miguel Ángel (en quien también se llegó a pensar, aunque se descartó debido a que su fuerte personalidad habría chocado con la de Felipe II). “Las primeras trazas no tienen nada que ver con las de Juan de Herrera”, recordó el periodista, añadiendo que tuvo un peso importante “la inspiración del templo de Salomón que figuraba en el sueño de Ezequiel”. Después, iría evolucionando hacía lo que se ha llamado una planta en forma de parrilla, aunque para Cuesta Millán la realidad es que Felipe II “se consideraba a sí mismo un segundo Salomón”, algo que quedaría subrayado por las estatuas que se encuentran en el acceso principal a través del Patio de Reyes. Otra prueba de ello la podemos encontrar en la catedral de San Bavón en Gante (Bélgica), donde, en un cuadro de Lucas de Heere, Felipe II aparece caracterizado como Salomón.

La geometría sagrada

Tras la muerte de Juan Bautista de Toledo llegaron brevemente otros arquitectos, hasta que se impone la figura del cántabro Juan de Herrera, más matemático y geómetra que arquitecto en sentido estricto. En este sentido, Cuesta Millán destacó que se puede hablar de “geometría sagrada”, de modo que la planta del Monasterio responde más a la relación existente entre el círculo, el cuadrado y el triángulo (de hecho, encajaría también en el redescubrimiento de las proporciones matemáticas y la simetría del “hombre de Vitrubio”, uno de los grandes logros del Renacimiento). En esta estructura, el centro físico y místico se sitúa en el altar mayor, que curiosamente no coincide con el cimborrio, ya que la luz cenital que entraba en la basílica se dirigía más bien al lugar desde donde rezaba el propio Felipe II).

La leyenda del perro negro

Entre los obreros del Monasterio se extendió la leyenda de que por las noches acechaba un perro negro que obstaculizaba los trabajos, hasta el punto de que fue identificado por muchos como el diablo. Pero la realidad, señaló Cuesta Millán, es que el animal fue capturado y colgado cerca del refectorio, donde permaneció varios meses. “Lo que sí sabemos por el Padre Sigüenza es que esa idea torturó durante mucho tiempo a Felipe II, que era un hombre extremadamente supersticioso”, indicó el escritor. Prueba de ello, prosiguió, es que el monarca hizo traer más de 7.000 reliquias para proteger el Monasterio.

De El Bosco a la Biblioteca

Cuesta Millán hizo referencia a la obsesión de Felipe II con El Bosco (el rey fue el mayor coleccionista de la obra del pintor de Bolduque), y especialmente con “El Jardín de las Delicias”, así como al gusto del monarca por la nigromancia y la alquimia. Pero sin duda el punto más esotérico del Monasterio, aseguró, se encuentra en la Biblioteca, creada con la idea de “reunir todo el saber”, incluyendo manuscritos árabes, judíos, libros de ciencias ocultas o botánica, entre otros. “El rey encargó este cometido a Benito Arias Montano, uno de los grandes heterodoxos de la época”. Y de nuevo encontramos una referencia a Salomón en el fresco de Pellegrino Tibaldi situado en el centro de la bóveda de la Biblioteca. En esta pintura figuran unas letras hebraicas que, convenientemente ordenadas, vendrían a decir que “todo está encerrado en el lugar adecuado”. Para Cuesta Millán, esto confirmaría que allí se encontraban “los libros del infierno, que debían ser salvados de la Inquisición”.

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